lunes, mayo 11, 2009

Los escritores, tipos solidarios



El mal de amores no lo cubren las obras sociales. Cada vez que me agarró, por haber salido desabrigado a la vida, creí que era terminal. Nadie sabe cómo reaccionar, yo por lo menos, me agarro de lo que tengo a mano. Esta el amigo que da consejos para seguir adelante, el que da consejos de cómo recuperarla, y el que sólo opina de fútbol. Hace ya varios años, mientras trataba de entender cómo era eso del noviazgo, me agarró el primer mal de amores. Después de unos días de escuchar todo tipo de opiniones, sabiendo que ninguna de ellas se acercaba a un final comiendo perdices, me vi realmente desesperanzado.

Habían pasado dos semanas y yo seguía lejos de asimilar el golpe. Llegué a casa rogando que mamá no estuviera con ganas de escuchar cómo fue mi día y me encerré. Completamente. Volverte para adentro, hacerte bolita en la punta de la cama a veces es la mejor opción. O la única. Acostado pase un largo rato con la mirada fija en una telaraña abandonada, estuvo ahí tanto tiempo que ya había pasado a formar parte del decorado. Con los ojos ya cansados por la monotonía del color de la pared gire y quede mirando mi “biblioteca”. Las comillas tienen un por qué, llamar a dos estantes llenos de porquerías, de esas que no tiro porque me hacen acordar a mi infancia y apenas una docena de libros, me parece un tanto pretencioso. La imagen que tengo de la palabra biblioteca, se acerca más a una pared llena de estantes de madera oscura, rebosante de libros, muchos de ellos viejos y un tanto olvidados, con tapas duras cubiertas en tela, y delante un sillón de cuero con un gran respaldo y una lámpara de pie a su lado.

La biblioteca de mi hermana, que sí podía llamarse biblioteca, porque sí estaba llena de libros, no daba a basto y de los doce que yo tenía en mis estantes, la mitad eran de ella.

Junte fuerza, me paré y agarré uno de los libros: Inventario Dos de Mario Benedetti. No tengo claro por qué lo hice, creo que alguna vez la había escuchado a mi hermana nombrarlo. Abrí en una página al azar, aunque no tanto, porque como algunas otras, tenía una puntita doblada diciéndome, que por algún motivo ese poema era importante.

Para cuando había terminado la primera estrofa me di cuenta que él, sin conocerme, contaba lo que me había estado pasando desde hacía dos semanas. Pero no sólo eso, lo que más me llegó es que traducía en palabras justas, cosas que yo sentía, pero no podía describir. Hasta ese momento no sabía cómo extirpar lo que se había enquistado en mi pecho con tanta fuerza.

Terminé el poema y tenía ganas de llamarlo, de darle un abrazo y agradecerle por haber puesto en palabras mi mal de amores. Por haberme hecho sentir acompañado, y decir que yo no era el único que pasó por eso. Por haber dedicado un rato de su vida a escribir esas palabras, por compartirlas, habiendo podido guardárselas. Compartir, entre otras cosas, es la función de los escritores. Esa puede ser su faceta solidaria: ayudar a los convalecientes a explicar sus males, o bien, a los felices enamorados, a exteriorizar su alegría. Claramente no era mi caso.

Esa noche leí a Benedetti durante cinco horas, dormí apenas dos, pero me levanté con el alma descansada.