lunes, marzo 29, 2010

¡Palito, bombón, heladooo!





El sol empezaba a asomar por el río. Era primavera, así que debían ser como las siete de la mañana. Hora de la retirada. Cuerpo cansado, ropa pegoteada, zumbido en el oído, y una necesidad vital de comer algo dulce.

Nicolás agarró derecho por Alcorta, motivado por la onda verde, y porque hay suficientes carriles para evitar los controles. Igual, sabía que las chances de cruzarse con uno a esa hora, eran bajas.

Paró en la AM/PM de Alcorta y Echeverría. Entró y directo a la heladera de FRIGOR. Momento de decisión. Parado, inmóvil frente a la heladera, se colgó mirando los helados. Los colores, las tipografías, iguales que cuando era chico.

De golpe estaba sentado en la arena, cerca de la orilla del mar. Una palita de plástico en una mano, y un baldecito rojo, con forma de torre, en la otra. Playa Grande, sus primeros veranos.

La rutina playera se repetía días y días sin cansarlo: pozos, castillitos, y bolas de arena mojada, recubiertas cuidadosamente con arena seca para endurecerlas. En medio de su tarea diaria, a lo lejos, escuchó la voz más esperada de las vacaciones.

— PALITO, BOMBÓN, HELADOOOOO

Se levantó corriendo, atrás quedaron la palita y el balde, a merced de alguna ola que pueda venir con más envión, como le pasó con el balde azul que tanto le gustaba.

— ¡Paaa, paaaaa, el heladero! Paaaaaa, ¡dale que se vaaaa!

Ricardo, el padre, estaba sentado en la reposera frente a su carpa. Una visera, y La Nación, abierto de par en par. Escuchó los gritos de Nico y bajó el diario para ver qué pasaba. Lo vio corriendo a la carpa, con la boca abierta y cara de sufrimiento. Junto con el balde y la palita estaban las ojotas, y no había tiempo para frenar a enfriar los pies bajo alguna sombrilla ajena.


— ¡Paaa, dale, me dijiste que iba a poder pedir uno por comerme todos los ravioles. Llamalo, ¡dale! Gritaba Nico, mientras se acercaba llenando de arena a los de las carpas vecinas.
— Esta bien, tranquilo que no se va a ir. Vení, metete adentro de la carpa que te estas quemando los pies.

Se levantó de la reposera, y le hizo un ademán al heladero, que estaba parado entre las sombrillas cercanas a la costa. El radar del heladero lo vio y se acerco a paso firme. Torso inclinado, para poder sostener la caja de tergopol, todavía repleta de helados y hielo seco. La típica camisa blanca, una visera, más amarillenta que blanca —por el sol— y unos shorts, como era de esperarse, también blancos. En los pies no tenía puesto nada, las altas temperaturas de la arena no eran un flagelo para los trabajadores playeros.


— Buenas don. ¿Cómo le va?
— Bien, bien. Quería un helado para mi hijo. A ver dale Nico, elegíte uno mientras busco la billetera.
— Hola señor, yo elijo el helado. Dijo Nico con el respeto que se le debe tener a un extraño, y más aún al heladero - ¿De cuáles tiene?

El hombre torció el cartón que estaba pegado a la caja de helados. Fondo azul y montones de fotos con helados de todo tipo. Se inclinó un poco y empezó a señalarlos mientras le explicaba:

— Mira pibe, me quedó este de agua, sólo de limón. También está el Cola de Tigre, que es de vainilla y chocolate; el Patalín, de frutilla y crema; el Cocoa, de chocolate; el Bombón; el de almendras y chocolate; y el Conogol.

Nico miraba las fotos de los helados con los ojos abiertos de par en par. Levantaba los pies alternadamente, para tratar de no quemarse, mientras tomaba la más importante decisión del día. El sol pegaba en la parte de arriba del cartel y no le dejaba ver bien.

— ¿Cuál es ese señor?, dijo Nico señalando hacia la parte que le era vedada por el reflejo del sol.
— Ese es el Conogol pibe, cucurucho relleno de chocolate y crema, con corazón de dulce de leche y cubierto con pedacitos de chocolate. ¡Palito, bombón, helado! Gritó el heladero para el costado, mientras esperaba que el chico se decidiera.

Volvía el padre de Nico con la billetera en una mano y el diario mal doblado en la otra.

— Pa, pa, ya se cuál quiero. El Conogol, ¡es el más rico del mundo!
— Bueno esta bien. Déme un Conogol, dijo al heladero con un tono que denotaba fastidio.
— Sí señor, son ochocientos australes.
— ¿Qué? ¿por un helado? ¿Vos estas loco flaco? Nico, elegite otro.
— Pero pa, vos me dijiste que podía elegir. Me comí todos los ravioles hoy, quiero ese.
— Nico no me voy a gastar ochocientos australes en un helado, después me vas a venir a pedir para las maquinitas también.
— Pero papi, dale, vos me dijiste. Insistía Nico, agarrándose de la malla del papá, y sacando a relucir su mejor cara de niño huérfano.

El padre, ya fastidiado con la situación, agarra el cartel con los helados, lo mira al heladero y le pide:

— A ver flaco, dame este de acá abajo.
— ¿El de agua? ¿de limón?
— No, el de arriba, el de chocolate.
— Pero pa, vos me dijiste, se escuchaba a Nico por lo bajo, ya con tono de resignación, mirando la arena, sabiendo que la batalla estaba perdida.

El heladero bajó la caja, la apoyó en la arena y abrió la tapa. Por entre el humo del hielo seco se veían todos los colores de los envases. Empezó a revolver dentro de la caja. Después de unos segundos de tensión, se volteó hacia arriba, mirando al papá de Nico.

— Sabe que de ese no me quedó. Tengo este, el cola de tigre, que esta ciento cincuenta. Es de vainilla y chocolate.
— Papi, yo quiero uno todo de chocolate, no de vainilla, intercedió Nico en la conversación.
— Mira Nico, es el único que tiene chocolate, los otros son de crema, o frutilla, y ya te dije, el Conogol, no. Dijo su papá cansado del espectáculo que estaban dando a las carpas vecinas. - Dame ese flaco.
— Aca tiene, son ciento cincuenta
— Sí, ya se. Igual es carísimo por un helado hermano, murmuraba el padre de Nico mientras sacaba la plata de la billetera.

Nico, agarró el helado con dos deditos de la punta del envoltorio, para no aplastarlo. El padre le dio doscientos al heladero, que los puso rápidamente entre sus dedos con el resto de los billetes. Sacó los cincuenta de vuelto, cerró la heladera, la subió al hombro, y se dio vuelta al grito de:

— ¡Palito, bombón, helado!

Nico veía al heladero alejarse hacia la costa, con su caja de colores a cuestas. Se quedó mirando el helado un momento antes de abrirlo. Contento, pero con la desilusión de un Conogol que ni llegó a ver en la foto.

De repente le tocan el hombro, se da vuelta y un chico de unos doce años le pregunta:

— ¿Ya elegiste? Sino, ¿me dejas agarrar uno de ahí?
— Pasa tranquilo, dijo Nicolás haciéndose a un costado.

El chico abrió la heladera y agarró un helado de crema de chocolate. No estaba el cartel celeste con todas las fotos, pero se notaba que ese de chocolate, seguía siendo el segundo empezando de abajo, justo arriba del Torpedo.

Nicolás se quedó un momento más mirando los helados. Desde aquellos años en La Feliz habían aparecido y desaparecido montones de helados, pero había uno que seguía ahí, firme en la cúspide de la pirámide heladeril. Abrió la heladera, manoteó dos Conogol y se fue caminando a la caja, palpitando un desayuno de campeones.