jueves, mayo 12, 2011

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La nada misma me enfrenta a la posibilidad del todo. El vacio blanco me invita a empezar, por donde quiera. Sin limitaciones. Literalmente, puedo hacer lo que se me cante el culo.

El infinito queda chico frente a la no inmensidad de la blancura. Y esa inmensidad me atolondra. Apelotona un monton de lugares comunes a las puertas de lo que pudiendo ser una revelación, seguramente sera una historia más. No queda ni un lugarcito para que se cuele algo novedoso, algo que me sorprenda la mano a medida que bajan las órdenes.

Es la misma nada, o inmensidad, o como le quieran decir, la que me hace reparar en ella en vez de pasarla por el costado, y dejarla en el olvido tan sólo con la primera oración.

miércoles, marzo 02, 2011

Aventura Pasajera - Capítulo 1


Todo tachero tiene al menos una historia poco creíble que involucra al sexo opuesto. Durante el viaje, hay un acuerdo tácito entre el taxista y el pasajero: jamás se ha de cuestionar el relato del conductor, al igual que nadie se cuestiona porqué al Increible Hulk siempre se le rompía toda la pilcha, pero le quedaban los jeans hechos bermudas.

César labura el turno noche desde hace quince años, detesta el tránsito de la hora pico, y se podría decir que le fascina la clandestinidad de lo oscuro.

Los fines de semana suele ir por San Telmo, atraído por las propinas en otro idioma. En la semana, como todos, se las rebusca: Puerto Madero, hipódromo de Palermo, y alguna que otra pasada por los lagos, a saludar amigas.

“Humberto Primo y Defensa”, le dijo una parejita que subió en Barrio Norte. Le pagaron sin propina, claro y, al bajar, entraron de la mano en una parrillita escondida. César pispió a ver si enganchaba algún extranjero saliendo. “Los yankees salen a comer a las ocho, alguno engancho seguro”. Pasaron un par de minutos hasta que vio salir a una mujer. Alta, de pelo negro, tez blanca, muy blanca. – Ahí vamos- pensó. La mujer saluda al mozo que le abre la puerta, cuando pasa el púber aprovecha para mirarle el culo, con una impunidad adolescente. Llevaba un vestido de verano: corto, colorido, suelto. Sandalias de cuero de feria hippie, y una cartera que no hacía juego, pero acompañaba. Parecía haber pasado los cuarenta, bien llevados, con pasos livianos, y piernas largas. Se acercó a la ventanilla, que César había bajado estratégicamente.

¿Ista librrre?

Sí, claro suba.

Después de las dos o tres preguntas clave, César apenas logró entender que era alemana, que nunca había estado en Argentina, y que le gustaba viajar sola. Hablaba despacito, pero mucho. Metía una o dos palabras en castellano mal pronunciado, que no daban ni pistas de lo que quería decir. — Palerrrrmo, dijo en un momento. — “Jonduras”, César encaró para ahí. Ella lo entendía aún menos. La carencia aleatoria de “eses” y de un par de piezas dentarias lograban un lunfardo cerrado y poco amigable, pese al esfuerzo de él por hacerse entender.

Al pasar por la Casa Rosada, cuando ella volvió la mirada, movió el espejito para mirarle las piernas. Durante el viaje siguió hablando de Buenos Aires, aunque era evidente que no había comunicación posible. Ella, despreocupada, no había cruzado las piernas y dejaba ver una bombacha blanca de encaje. César alternaba frenéticamente la mirada entre el camino y el espejo y se tomaba su tiempo en llegar a destino. Al llegar, mientras le cobraba, se ofreció a llevarla a ver un buen espectáculo. — Show, decía, — ¿querés ver un show? ¿Mañana? ¡Muy bueno! Repetía mientras levantaba el pulgar reafirmando el mensaje. La mujer, de evidente espíritu aventurero, sin entender demasiado, accedió.

Joya, a las ocho, yo paso a buscar, ¿sí? Decía César, mientras le señalaba el ocho en su paddle watch. —¿Tu nombre?

Sí, a las osho ista bien. Por favour no Tango-Show, no gusto. Bajó del taxi, y antes de cerrar la puerta se dio vuelta —Mi nombre is Anna.

César encaró directo a la parada de Independencia y Tacuarí. Su única opción era un show de tango donde sabía que no le cobraban porque siempre llevaba turistas.

Entró al bar de la estación, sin preguntar el de la caja le sirvió un café y bajó dos atados de Parliament. Pagó y fue a sentarse a la barra, al lado de Fernandito. Un pendejo medio hippon, con rastas, que estaba laburando el taxi porque quería juntar guita para viajar por Latinoamérica.

Le explicó la situación, con algunos agregados, que enaltecían su manejo con el sexo opuesto.

Ayudame Fernandito, concluyó César. No se adónde carajo llevarla.

Tranquilo mi amigo, tengo la solución a tus problemas. Mañana temprano, te vas a Sarmiento y Ecuador, al Konex y sacas entradas para Onda Vaga. A la minita le va a encantar, está lleno de extranjeros y es música bien latina. Ahora, venite conmigo al tacho que te doy un fasito, con eso terminas de cocinar el guiso, papá.

El domingo no salió con la camisa y la corbata que exigian por norma en la radio. Se puso la remera de los Stones que compró en River, año 95, la campera de jean Charro gastada, el Wrangler, un clásico que nunca pasa de moda y mocasines negros. Hasta se tomó el trabajo de comprarse un par de medias nuevo, para evitar tener que esconder los agujeros, se sentía con suerte.

Bajó del taxi, con aires altaneros, pucho en mano, escondiendo el dolor de espalda por las doce horas que venía pegándole de corrido. Tuvo que hacerlo para recuperar la guita que iba a gastar esa noche. Dio la vuelta al auto y le abrió la puerta. Justo antes de subir, Anna extendió su mano para saludarlo. El la agarró del brazo y la acercó para darle un beso en el cachete. Pasó la otra mano por detrás de su espalda y se aseguro de sostenerla un segundo extra mientras saludaba, era el termómetro. Si se alejaba enseguida, iba a tener que laburar, si se quedaba esperando que él la suelte, la cosa venía fácil. Su cara, la de ella, era de sorpresa, y falta de costumbre, no se alejó rápido, punto para César. Sus facciones distaban de ser perfectas, decir que era fea sería una injusticia, era más bien de rasgos desordenados. Tenía un andar alegre y sus movimientos parecían poco premeditados. Pese al jean holgado, se notaba que tenía un culo importante. Arriba, una campera de cuero roja, no permitía adivinar el resto. Su experiencia, la de él, decía que esas caderas debían hacer juego con unas tetas dignas de ser usadas para conciliar el sueño una tarde de domingo.

To be continued...

martes, marzo 01, 2011

Aventura Pasajera - Capítulo 2

Llegaron al Konex a las diez en punto, como decía en las entradas. En la fila había unas cuarenta personas, raro para un grupo que supuestamente era tan conocido. César se acercó al quinceañero que estaba delante suyo y le preguntó por qué había tan poca gente. El chico le explicó que Onda Vaga iba a salir a eso de las doce, antes tocaban las bandas soporte. César no pudo esconder la sonrisa, tendría dos horas de músicos ignotos para poder tomarse unas birras y hacer su trabajo fino. Una vez adentro, se acomodaron en un rincón y él fue a comprar una cerveza, grande.

Onda Vaga salió dos horas, tres bandas, y seis cervezas más tarde. César alternaba risas, tropiezos de baile improvisados y unas manos movedizas que investigaban a su compañera. Todo eso condimentado con una pizca de indignación, porque ella, que vino con euros, no había pagado ni una birra.

Ella buscaba algún punto en lo alto para descansar los ojos de la implacable y lasciva mirada de su compañero. Sus ojos, los de él, cansados de correrla, empezaron a distraerse con el olor de las adolescentes. Chicas que ensayaban bailes sensuales al ritmo de una música que parecía estar hablando sólo con ellas.

No había pasado media hora y César veía que el panorama no estaba claro. Metió la mano en el bolsillo y sacó el as bajo la manga, su último recurso ya fue, que esplote — Lo prendió con total naturalidad, aunque hizo esfuerzos por no toser. La última vez que había prendido uno fue en Gesell, año ochenta y cuatro. Una paranoia mayúscula, que lo encontró revoleándole un cuchillo a un amigo, terminó por alejarlo de la marihuana.

¿Fuma’? Le dijo, acercándole el porro, con carpa, no por los de seguridad, sino para evitar que los pendejos le mangueen una seca.

Sonrió y asintió. Le dio un par de pitadas, mostrando más experiencia que él en la materia. — Estas europeas son todas faloperas, pensaba mientras se sonreía. Tres pitadas le devolvieron las esperanzas de un final feliz.

Fumaron un poco más y sin darse cuenta se encontraron imitando a las chicas de los pasos sensuales. Ella dándole la espalda, él, con las manos en su cintura, sosteniéndola cerca, bien cerca. Se apoyaba despacio, no por miedo, sino para ver su reaccción — Como te gusta turrita, le dijo al oído, escondido en la impunidad de un idioma extraño. Ella se movió apenas unos centímetros para atrás, apretando levemente el culo contra él. Casi instantáneamente a César se le puso dura al punto que ella se separo un poco y giro la cabeza con una mirada cómplice. Sabiendo leer la situación, le tiró la boca. El beso fue apresurado, de arrebato. Antes de poder empezar a disfrutarlo terminó una canción y ella usó los aplausos de excusa para cortarlo.

Ya con las defensas bajas y la billetera aturdida, César fue a por más cerveza. Dos más, e iban ocho. Los reflejos y las inhibiciones se habían tomado un recreo luego de la cuarta. Los pasos torpes y las caricias en el culo tomaron el protagonismo. Ella, un poco incómoda, entre sonrisas y bailes elusivos trataba de evitar el espectáculo. Para cuando las cervezas se acabaron a César lo atrapó un hambre voraz. Claro, había comido un sanguche de milanesa hacía doce horas. Metió la mano en el bolsillo y se dio cuenta que le quedaban ocho pesos —Esta mina no larga un mango ni que la acogoten ¡que lo parió!

Fue hasta la barra y volvió con un pancho cubierto de papas pai y todas las salsas que había en el mostrador. Si debajo de todo eso había, o no, una salchicha era casi un misterio. No atinó a preguntarle si quería, primero porque no le alcanzaba para comprarle uno y segundo porque no iba a compartir el suyo. —Si quiere que afloje el cocodrilo. Terminó el pancho en segundos, el problema era cómo bajarlo sin un trago de cerveza. Se dio vuelta y le pidió a un pibe. Después de un buen sorbo le dijo:

Gracia’ loco, me salvaste, lo tenía atravesado.

Todo bien viejo, yo también me acabo de comer uno. ¡Alto bajón, eh!

Sí, loco, tenía un hambre que parecían dos. Gracia’ eh.

Se dio vuelta y la vio a Anna bailando muy suelta de cuerpo, le dio una palmada en el culo y le dijo que tenía que ir al baño. De camino revoleaba piropos a casi todo lo que se cruzaba. Un desahogo, por no poder embadurnarla con todas las cosas que le hubiera querido decir.

Para volver se guiaba usando la campera roja como faro entre la multitud, cada excursión al baño costaba más encontrarla. Caminaba hacia donde estaban mirando para todos lados, porque no lograba verla entre la multitud. La curiosidad devino en inquietud y desesperación casi al mismo tiempo. Llegó al lugar adonde habían estado bailando. La banda se estaba despidiendo. Mientras bajaban se escuchaba el “UNA MÁS, Y NO JODEMOS MÁS”. Preguntó a las chicas que estaban a su alrededor, por la señora de campera roja que estaba con él. Nadie sabía nada. Como si nunca hubieran estado ahí. Desconcertado, encaró para la puerta. Mientras tanto, la banda volvía al escenario, envuelta en aplausos. Ya cerca de la puerta siente que le tocan la espalda. César se dio vuelta rápido con una sonrisa y cuando estaba por decir “Anna”, vio que era el flaco que lo había ayudado a bajar el pancho hacía un ratito.

lunes, febrero 28, 2011

Aventura Pasajera - Capítulo 3 - FINAL

Che loco, estas buscando a la minita de campera roja, ¿no?

¡Sí! ¿Adónde se fue?, ¿la vistes?

Sí, apenas te fuiste para el baño se le acercó un flaco rubio, le dijo algo al oído, y encararon para la puerta.

¡Hija 'e puta, me dejó de garpe!

Sí, te durmió. No te vuelvas loco, nos pasó a todos.

Onda Vaga tocaba su último hit y la gente saltaba extasiada. César se iba abriendo paso a empujones hacia la salida. Una vez en la calle miraba para todos lados, buscaba inútilmente a la turra que lo vivió toda la noche y se rajó a la primera de cambio. Las dos cuadras hasta el estacionamiento fueron duras. Se le había ido un poco el pedo por el malhumor, pero el piso todavía estaba movedizo. La puteaba a ella, a si mismo, a Onda Vaga, a Fernandito.

Subió al taxi y arrancó sin rumbo fijo, natural para un tachero. Paró en el kiosquito de Corrientes y Medrano y se compró una petaca de Criadores. Cerca del Planetario estacionó y se la tomó en un par de tragos. Con el mareo propio del alcohol barato, agarró Alcorta directo a los Lagos. Al llegar empezó a preguntarle a las "chicas" si alguna iba para Caseros. La idea no era mala, se estaba yendo a dormir, y quería intercambiar un aventón por unos mimos.

Empezó de mayor a menor. Primero las rubias, después las morochas más sugestivas. En la primera vuelta no hubo suerte. La segunda fue sin filtro. Sheila asomaba una sombra de barba y las tetas eran simplemente un corpiño armado que dejaba ver el hueco del lado de adentro. Manos grandes, quijada importante. Luego de un intercambio epistolar, la morocha subió al taxi. No necesitaba ir a Caseros, pero arreglaron una paja por veinte mangos que tenía guardados para cargar gas y la tuca que había sobrado. La fumaron bajo un árbol cómplice, y la trabajadora se abocó a su tarea, pago anticipado.

César emprendió el regreso a Caseros con los ojos rojos y la vista nublada. Los semáforos se hicieron eternos. Toda su atención se fijo en los posibles controles, por lo que evitó las arterias principales. Usó todas las técnicas conocidas por los tacheros para no quedarse dormido al volante: ventanillas abiertas, aire acondicionado fuerte, un poco de agua en la cara, incluso autocachetadas. Logró llegar sano y salvo, estacionó y abrió la puerta del PH con sigilo. La del departamento uno es tan chusma, que hace un par de años se había mudado del siete al uno sólo para poder ver quién entra y quién sale. Apenas entró se golpeó la tibia con una maceta vieja, que sólo tenía tierra y un palo seco en el medio —Vieja hija de puta, dijo mordiéndose el índice, mientras que se frotaba la pierna fuerte con la otra mano. Siguió tambaleándose por el largo pasillo, chocando con las paredes. En la mitad estaba el eterno charco bajo la canilla, dio un paso grande, un saltito. Pese al esfuerzo, el pie derecho cayó en el borde del charco. El verdín de la baldosa y unos mocasines gastados no son una buena combinación. Al abrir los ojos estaba acostado boca arriba, con la espalda mojada y un chichón en la nuca. No sabía cuánto tiempo estuvo ahí, pero estaba seguro que el estruendo de la caída había retumbado hasta la puerta uno.

Se levantó y vio que tenía el gato de la del cuatro acostado al lado suyo, lo despertó de una patada en el culo, y caminó hasta su puerta mientras se sacaba la campera Charro, el jean mojado pesaba una barbaridad. Llegó a sacarse la remera y el pantalón antes de caer pesadamente en la cama.

A la mañana o mediodíasiguiente despertó con un terrible dolor de cabeza. La resaca, el golpe en la nuca, el orgullo, todo le dolía. Todavía tenía puesto el slip rojo que había elegido para la ocasión y las medias nuevas, sin agujeros. Se quedó acostado un minuto, mirando fijamente las dos raquetas de paddle rojas impresas en las medias — Que pelotudo.

Luego de un baño fugaz se volvió a poner las mismas medias, el jean, todavía húmedo, la camisa y la corbata, que exigían por norma en la radio. Tomó unos mates amargos, con unos bizcochitos que habían quedado arriba de la mesa y salió. Le iba a tener que pegar hasta tarde. Al salir a la calle, la del uno estaba sentada en la vereda tomando mate con la de al lado.

¡Que susto me dio anoche uste'! Primero lo escuche putiando y despué’ escuche un ruido fuertísimo, nos tomamo’ unas copas anoche, ¿no? dijo en un tono que lindaba entre cómplice y policía.

Estoy bien señora, volví tarde de laburar nada ma’, soltó César en tono seco.

Abrió el auto y salió un barandazo a perfume de traba insoportable. Bajó todas las ventanas y roció los asientos con un spray que tenía en la guantera — ¡Brisa del campo, las pelotas!

Agarró derecho para Palermo, a esa hora siempre había movimiento. Dobló en Costa Rica y pensó en pasar por el hotel de Honduras a buscarla, y putearla. Al doblar la esquina, un flaco levantó la mano. Iba para Ballester, lindo viaje como para decir que no. Salieron a Córdoba y en la esquina de Malabia vieron paradas a dos minas altas, rubias, mapa y cámara en mano.

¿Vio que cada vez hay más europeas por este barrio? Dijo el flaco, tratando de entablar conversación. — Dicen que esas agarran viaje enseguida.

Cesar levantó la cabeza, lo miró al pibe por el espejo y haciendo montoncito con su mano derecha lanzó:

Decímelo a mi pibe, anoche salí con una alemana que enganché en San Telmo. ¡Un camión! La saqué de paseo, fuimo’ a un recital y despué no sabe’ cómo me la cogí.



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