jueves, julio 23, 2009

Intervención a un diario

“Pero yo, precisamente, siento que llego al
fondo con demasiada frecuencia y con demasiada intensidad, para que, ni siquiera
a medias, pueda sentirme satisfecho. Y me basta con sentir ese fondo
ininterrumpidamente durante un solo cuarto de hora, y ya el mundo ponzoñoso
fluye en mi boca como el agua en la boca del que se ahoga.” Franz Kafka.
Tengo que volver a la superficie, a respirar, a dejar de lado, por un rato, esas dolencias del adentro, que hoy no duelen, lo hicieron. Lo que sí duele es volver a ellas. Transportarme a esa parte de mi, que empujé y empujo más abajo cada día. El masoquismo obliga a cerciorarme que siguen ahí, que no las perdí. Que no olvide por completo, sólo de a ratos.

Cada día que pasa me obligan a ir más lejos para volver a ellas. Vivo poniendo capas sobre capas, que las distancia de mi hoy, las cubren por completo. Cómo me cuesta alcanzarlas, estan realmente profundo. Me esfuerzo. Llego. Me siento a mirarlas, a recordar por qué dolieron. No logro aguantar el aire tanto tiempo. Respiro. De nuevo. Más y más. Mis pulmones se llenan de polvo.
La superficie esta allá, pero casi no logro verla. Miro hacia arriba y lo que veo son capas sobre capas que me cubren, que no me dejan subir. Sigo respirando polvo, finísimo polvo. Esta oscuro.

Creo que yo me convertí en un recuerdo, de alguien que me esta olvidando.

miércoles, julio 08, 2009

Atando Cabos

Punta con punta, Santiago ató uno con otro todos los cordones que encontró. Punta con punta. Los ató fuerte, no quería que se soltaran fácilmente.
Juan estaba tirado en el piso, inmóvil, sobre la alfombra. La mancha de sangre llegaba al parquet. Era sangre oscura, parecía brotar bien de adentro. Mientras, seguía atando los cordones, punta con punta.

Esa tarde, Santiago lo llamo a la oficina.

— ¿Qué haces Juan?
— ¿Qué haces papá? Estoy incendiado de laburo, con ganas de que se termine el día, hoy creo que me voy a tener que quedar hasta cualquier hora.
— Justo te quería decir si podía pasar por tu casa a la noche. ¿A qué hora llegarás?
— Calculo que a eso de las ocho. Si querés venite, pero un rato nomás, porque me tengo que levantar temprano mañana.
OK dale, termino y voy para ahí.

A Santiago Nunca le gustó guardarse las cosas. En el laburo no podía concentrarse en nada. Dejó un par de mails sin responder y se fue. Tomó el subte hasta lo de Juan y se quedó sentado en la puerta del edificio esperando que llegara.
Las señoras que entraban al edificio lo miraban asustadas, entraban rápido. Una pasó con un perro salchicha que le tiró un tarascón. Santiago lo puteó, odiaba esos perros. La señora se alejo tirando de la correa, mientras el perro seguía ladrándole. Apenas pasaban las puertas de vidrio todas se daban vuelta, la empujaban y con los ojos le decían: “No vas a pasar atrás mío”.
Como dos horas y una veintena de viejas más tarde llegó Juan. Se levantó con el culo helado por estar sentado en el mármol, lo saludo y entraron. Caminando al ascensor se cruzaron de nuevo con la vieja del salchicha. La miró con ojos victoriosos, regodeándose mientras caminaba libremente por su territorio. Notó que Juan estaba fastidiado por algo.

— ¿Qué te pasa? Tenés una cara de culo terrible.
— Nada, estoy hinchado las bolas. En el laburo mis compañeros están todo el día rascándose el higo. Saben que yo soy el más responsable, y siempre termino haciendo mi trabajo y el de los demás. En cualquier momento mando a todos a la mierda.

Juan seguía inconsciente, la mancha de sangre ya no avanzaba. La soga de cordones tenía el largo necesario. Santiago empezó a enrollar la alfombra alrededor del cuerpo, tratando de no tocar la parte manchada. Ató la alfombra con los cordones, lo más fuerte que pudo. Trató de arrastrarlo, pero pesaba muchísimo.

— ¿Querés un mate?
— No, gracias, me da una acidez terrible, más si lo tomo con el estómago vacío. ¿No tenes unas galletitas o algo así?
— Banca que me fijo. Creo que tengo maníes, ¿te va?
— Y, bueno, dale.

No sabía cómo encararlo, al fin y al cabo, se conocían de toda la vida. Sabía lo que Juan le iba a decir y eso sólo lo iba a poner peor.

— ¿Lo viste a Nico últimamente? Le preguntó.
— No, lo llame pero estaba hasta las manos de laburo y no podía venir.
— Esta re enconchado con la mina esa, las últimas tres veces que nos juntamos ni apareció.
— Y bueno. Ya volverá. A mí también me jode, pero ¿qué vamos a hacer? Dijo Juan en su típico tono conciliador, porque sabe que él es igual cuando se pone de novio.
— Hablando de las últimas veces que nos juntamos. Qué pésto te comiste papá. Dijo Juan entre risas mientras iba a la cocina a buscar el maní.
— ¿Qué decís gil? respondió Santiago enojado.
— Que te tengo de hijo. ¿Cómo vamos? Creo que ya te llevo como ocho partidos, sin contar los que definimos por penales porque ahí robo.
— Ya te dije el otro día que no jodas con eso boludo, sabés que me caliento. Si el otro día no me frenaba Fede terminábamos a las trompadas, y vos ahora seguís jodiendo. ¿No ves que sos un boludo?

Juan se sentó en la mesa, apoyó el plato, y abrió la bolsa de maníes. Santiago se levantó y empezó a caminar de un lado a otro, ya se había puesto nervioso.

— No te calentes, chabón, que seas chotísimo no te tiene que dar vergüenza. Y soltó una carcajada que casi le hace volcar la mitad de los maníes del plato.

Terminó de servirlos, todavía entre risas. Santiago se acercó, agarró el plato, lo levantó por arriba de su cabeza, desparramando los maníes por todo el living. Juan no llegó a decirle nada, Santiago bajó el plato con todas sus fuerzas y lo hizo estallar en su cabeza.
Juan cayó desplomado sobre la alfombra. La sangre empezó a brotar rápidamente entre su pelo. No se escuchaba ruido alguno. Parecía que la calle se había silenciado por completo, autos, voces, pasos, nada. Mientras Santiago veía la mancha que avanzaba tomó conciencia de que varias personas lo habían visto entrar. “Hasta la conchuda del salchicha”, pensó. No podía irse y dejarlo ahí tirado.
Después de un rato pensando cómo resolverlo, se le ocurrió hacer la típica de las películas: esperar a que oscurezca, y llevárselo enrollado en la alfombra. Buscó algún tipo de soga o correa para atar la alfombra pero como era de esperarse, no encontró nada.

— ¡Cordones, claro! dijo en voz alta para si mismo.
Parecía un poco complicado, pero no se le ocurrió nada mejor. Sacó todos los cordones de las zapatillas y empezó a atarlos, punta con punta.

Arrastró la alfombra por el pasillo asegurándose de no manchar nada. Eran más de las tres de la mañana y no quedaba gente en la calle. Lo metió en el asiento de atrás de su auto, lo arrancó y salió lo más rápido que pudo. Llegó a costanera sur, y notó que hasta los carritos estaban cerrados, la calle se veía completamente vacía. Sacó la alfombra del auto y la llevó rodando hasta la baranda. Le costó mucho, pero empezó a levantarla hasta el borde de la baranda de cemento, siempre evitando mancharse la camisa. Mientras la subía vio que de repente Juan empezó a mover la cabeza. Sin entender demasiado, trataba de moverse para todos lados, hasta que, por el tubo que había formado la alfombra enrollada, lo miró a Santiago los ojos. Se quedó quieto. Por un segundo se quedó quieto. No entendía lo que pasaba, estaba desorientado, pero la cara de su amigo lo hizo entender todo.
Santiago no podía creer que estuviera vivo, estuvo más de cinco horas sin moverse. Toda esa sangre. El golpe que le dio. Los pedazos de plato en el piso. Los maníes. Nunca pensó en la posibilidad de que estuviera vivo.
Juan comenzó a sacudirse con fuerza, tratando de soltarse. Los cordones estaban muy bien atados. Escuchaba el río golpeando contra la muralla de la costanera y sentía el olor a pescado, mezclado con la sangre seca de la alfombra. Sabía por qué lo habían llevado hasta ahí, y Santiago sabía que estaba en un punto de no retorno
Después de un último esfuerzo, Santiago logró terminar de subir el tubo de alfombra a la baranda. Juan volvió a mirarlo, casi sin poder emitir palabra, sus ojos mostraban tristeza, no bronca.

— No lo hagas, por favor.
— Chau Juan.

Lo empujó. No hubo gritos, la alfombra cayó en silencio, , sólo se oyó el ruido al pegar contra la superficie del río. Apenas logró verlo hundirse, por el reflejo de la luna en el agua. Se lo podía ver forcejeando, retorciéndose. Hundiéndose, todavía atado.